miércoles, 26 de septiembre de 2018

LA HUMILDAD Y LA SANTIDAD


Por Andrew Murray
“Que dicen: Estate en tu lugar, no te acerques a mí, porque soy más santo que tú” (Isaías 65:5).

Hablamos sobre el movimiento de la Santidad en nuestros tiempos y alabamos a Dios por ello. Escuchamos de una gran cantidad de buscadores de santidad y maestros de santidad, de enseñanzas santas y de reuniones santas. Las verdades bendecidas de santidad en Cristo y la santidad por la fe se enfatizan como nunca antes. La mayor prueba de si la santidad que profesamos buscar o alcanzar es verdadera será si se manifiesta en la humildad creciente que produce. En el ser humano, la humildad es lo más necesario para permitir que la santidad de Dios habite en él y brille. En Jesús, el Santo de Dios que nos santifica, una humildad divina fue el secreto de Su vida, Su muerte y Su exaltación. La única prueba infalible de nuestra humildad será la humildad delante de Dios y de los hombres. La humildad es la fuerza y la belleza de la santidad.

La principal marca de la santidad falsa es su falta de humildad. Todo aquel que busca la santidad necesita estar vigilando, para que, no inconscientemente, lo que se empezó en el espíritu se perfeccione en la carne, y que el orgullo no entre donde su presencia no se espera. Dos hombres fueron al templo para orar: uno era un fariseo, el otro un publicano. No hay un lugar o una posición tan sagrada en la que el fariseo no entre. El orgullo puede subírsele en el propio templo de Dios y hacer de la adoración a Dios la escena de su propia exaltación. Desde que Cristo expuso el orgullo del fariseo, éste se puso la vestimenta del publicano; y deben estar alerta el confesor de la profunda pecaminosidad así como el profesor de la más elevada santidad.

Cuando estemos muy ansiosos por tener nuestro corazón como templo de Dios, encontraremos a los dos hombres subiendo al templo para orar. El publicano demostrará que su peligro no viene del fariseo que está a su lado, quien lo desprecia, sino del fariseo interior que elogia y exalta. En el templo de Dios, cuando pensamos que estamos en el lugar más santo de todos, en la presencia de Su santidad, debemos tener cuidado con el orgullo. “Un día vinieron a presentarse delante de Jehová los hijos de Dios, entre los cuales vino también Satanás”.

“Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano”. El ego encuentra su satisfacción en el motivo de las acciones de gracias, en las propias acciones de gracia que rendimos a Dios y en la misma confesión de que Dios lo ha hecho todo. Incluso cuando en el templo el lenguaje de penitencia y confianza en la misericordia de Dios es duro, el fariseo puede comenzar a alabar y a agradecer a Dios por estar felicitándolo a él. El orgullo puede vestirse con ropas de alabanza o de penitencia. Aunque las palabras “No soy como los otros hombres” se rechazan y se condenan, su espíritu puede encontrarse a menudo en nuestros sentimientos y en nuestro lenguaje hacia nuestros compañeros adoradores y otros cristianos. Si quieres saber si esto es así, simplemente tienes que escuchar la manera en la que a menudo hablan los unos de los otros las iglesias y los cristianos.

Qué poco de la mansedumbre y de la bondad de Jesús se ve. Se recuerda muy poco que la humildad profunda debe ser el principio predominante de lo que los siervos de Jesús dicen de ellos mismos o de los demás. Hay muchas iglesias o asambleas de los santos, muchas misiones o conferencias, muchas sociedades o comités, incluso muchas misiones en lugares paganos, donde la armonía se ha perturbado y la obra de Dios se ha impedido porque los hombres que se cuentan como santos han demostrado en susceptibilidad, en precipitación, en impaciencia, en autodefensa, en autoafirmación, en juicios severos y en palabras groseras, que ellos no consideran a los demás como mejores que ellos mismos y que su santidad tiene poco de la mansedumbre de los santos. En su historia espiritual, los hombres han tenido tiempos de gran humildad y quebrantamiento, pero esto es muy diferente de estar vestido en humildad, de tener un espíritu humilde, de tener una opinión humilde en la que cada uno se tiene a sí mismo como siervo de los demás y así lo muestra, como lo hizo Jesucristo.

¿Se puede encontrar, entonces, dicha humildad por la que los hombres se consideran “menos que el más pequeño de todos los santos”, siervos de todos? Sí se puede. “El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo”. Donde se derrama el espíritu de amor en el corazón, donde la naturaleza divina llega a un nacimiento pleno, donde Cristo, el manso y el humilde Cordero de Dios es verdaderamente formado dentro de nosotros, ahí es donde se da el poder de un amor perfecto que se olvida de sí mismo y encuentra su bendición al bendecir a los demás, al soportarlos y honrarlos, sin importar lo débiles que puedan ser. Donde entra este amor, ahí entra Dios. Y donde Dios ha entrado en Su poder y se revela a Sí mismo como Todo, allí el ser humano se convierte en nada. Y donde el ser humano se hace nada ante Dios, no puede haber otra cosa que humildad hacia los demás. La presencia de Dios no se convierte en un asunto de los tiempos o de las estaciones, sino en la cubierta bajo la cual mora el alma, y su profunda humillación ante Dios se convierte en el lugar santo de Su presencia de donde proceden todas sus palabras y sus obras.

Que Dios nos enseñe que nuestros pensamientos, palabras y sentimientos con respecto a nuestros semejantes son Su prueba de nuestra humildad hacia Él, y que nuestra humildad ante Él es el único poder que puede capacitarnos para ser siempre humildes con los demás. Nuestra humildad debe ser la vida de Cristo, el Cordero de Dios, dentro de nosotros.

Que todos los maestros de santidad, ya sea en el púlpito o en la plataforma, y todos los que buscan la santidad, ya sea en secreto o en una convención, tengan presente dicha advertencia. No hay orgullo tan peligroso, porque ninguno es tan sutil e insidioso, como el orgullo de la santidad. No es que un hombre diga ni piense: “Soy más santo que tú”. No, de hecho, el pensamiento sería considerado como aborrecimiento. Pero crece, de manera inconsciente, un hábito oculto del alma, que siente complacencia en sus logros y no puede evitar ver cuál lejos está por delante de los demás. Se puede reconocer, no siempre en una autoafirmación especial o en un elogio propio, con la ausencia de esa profunda autodegradación que no puede ser sino la marca del alma que ha visto la gloria de Dios (Job 42:5; 6; Isaías 6:5). Se revela a sí mismo, no solo en palabras o pensamientos, sino en un todo, una manera de hablar de los demás, en la que quienes tienen el don del discernimiento de espíritu pueden reconocer el poder del ego. Incluso el mundo con sus ojos penetrantes lo nota y lo señala como una prueba de que la profesión de una vida celestial no da ningún fruto especialmente celestial. Hermanos, tengamos cuidado. A menos que hagamos, con cada avance en lo que pensamos que es santidad, del incremento de humildad nuestro estudio, podemos pensar que nos hemos estado deleitando en pensamientos hermosos y sentimientos, en actos solemnes de consagración y fe, mientras la única marca segura de la presencia de Dios, es decir, la desaparición del ego, era todo el tiempo deficiente. Ven y huyamos hacia Jesús, y escondámonos en Él hasta que seamos cubiertos con Su humildad. Solo esto es nuestra santidad.

Extracto de: Humildad, la Belleza de la Santidad
Tomado del Portal
http://www.tesoroscristianos.net/component/content/article/25-the-project/51-andre



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