Por Andrew Murray
“Que dicen: Estate en tu lugar, no te acerques a mí,
porque soy más santo que tú” (Isaías 65:5).
Hablamos sobre el movimiento de la Santidad en nuestros
tiempos y alabamos a Dios por ello. Escuchamos de una gran cantidad de
buscadores de santidad y maestros de santidad, de enseñanzas santas y de
reuniones santas. Las verdades bendecidas de santidad en Cristo y la santidad
por la fe se enfatizan como nunca antes. La mayor prueba de si la santidad que
profesamos buscar o alcanzar es verdadera será si se manifiesta en la humildad creciente que produce. En el ser
humano, la humildad es lo más necesario para permitir que la santidad de Dios
habite en él y brille. En Jesús, el Santo de Dios que nos santifica, una
humildad divina fue el secreto de Su vida, Su muerte y Su exaltación. La única
prueba infalible de nuestra humildad será la humildad delante de Dios y de los
hombres. La humildad es la fuerza y la belleza de la santidad.
La principal marca de la santidad falsa es su falta de
humildad. Todo aquel que busca la santidad necesita estar vigilando, para que,
no inconscientemente, lo que se empezó en el espíritu se perfeccione en la
carne, y que el orgullo no entre donde su presencia no se espera. Dos hombres
fueron al templo para orar: uno era un fariseo, el otro un publicano. No hay un
lugar o una posición tan sagrada en la que el fariseo no entre. El orgullo
puede subírsele en el propio templo de Dios y hacer de la adoración a Dios la
escena de su propia exaltación. Desde que Cristo expuso el orgullo del fariseo,
éste se puso la vestimenta del publicano; y deben estar alerta el confesor de
la profunda pecaminosidad así como el profesor de la más elevada santidad.
Cuando estemos muy ansiosos por tener nuestro corazón
como templo de Dios, encontraremos a los dos hombres subiendo al templo para
orar. El publicano demostrará que su peligro no viene del fariseo que está a su
lado, quien lo desprecia, sino del fariseo interior que elogia y exalta. En el
templo de Dios, cuando pensamos que estamos en el lugar más santo de todos, en
la presencia de Su santidad, debemos tener cuidado con el orgullo. “Un día
vinieron a presentarse delante de Jehová los hijos de Dios, entre los cuales
vino también Satanás”.
“Dios, te doy gracias porque no soy como los otros
hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano”. El ego
encuentra su satisfacción en el motivo de las acciones de gracias, en las
propias acciones de gracia que rendimos a Dios y en la misma confesión de que
Dios lo ha hecho todo. Incluso cuando en el templo el lenguaje de penitencia y
confianza en la misericordia de Dios es duro, el fariseo puede comenzar a
alabar y a agradecer a Dios por estar felicitándolo a él. El orgullo puede
vestirse con ropas de alabanza o de penitencia. Aunque las palabras “No soy
como los otros hombres” se rechazan y se condenan, su espíritu puede
encontrarse a menudo en nuestros sentimientos y en nuestro lenguaje hacia
nuestros compañeros adoradores y otros cristianos. Si quieres saber si esto es
así, simplemente tienes que escuchar la manera en la que a menudo hablan los
unos de los otros las iglesias y los cristianos.
Qué poco de la mansedumbre y de la bondad de Jesús se ve.
Se recuerda muy poco que la humildad profunda debe ser el principio
predominante de lo que los siervos de Jesús dicen de ellos mismos o de los
demás. Hay muchas iglesias o asambleas de los santos, muchas misiones o
conferencias, muchas sociedades o comités, incluso muchas misiones en lugares
paganos, donde la armonía se ha perturbado y la obra de Dios se ha impedido
porque los hombres que se cuentan como santos han demostrado en
susceptibilidad, en precipitación, en impaciencia, en autodefensa, en
autoafirmación, en juicios severos y en palabras groseras, que ellos no
consideran a los demás como mejores que ellos mismos y que su santidad tiene
poco de la mansedumbre de los santos. En su historia espiritual, los hombres
han tenido tiempos de gran humildad y quebrantamiento, pero esto es muy
diferente de estar vestido en humildad, de tener un espíritu humilde, de tener
una opinión humilde en la que cada uno se tiene a sí mismo como siervo de los
demás y así lo muestra, como lo hizo Jesucristo.
¿Se puede encontrar, entonces, dicha humildad por la que
los hombres se consideran “menos que el más pequeño de todos los santos”,
siervos de todos? Sí se puede. “El amor es sufrido, es benigno; el amor no
tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada
indebido, no busca lo suyo”. Donde se derrama el espíritu de amor en el
corazón, donde la naturaleza divina llega a un nacimiento pleno, donde Cristo,
el manso y el humilde Cordero de Dios es verdaderamente formado dentro de
nosotros, ahí es donde se da el poder de un amor perfecto que se olvida de sí
mismo y encuentra su bendición al bendecir a los demás, al soportarlos y
honrarlos, sin importar lo débiles que puedan ser. Donde entra este amor, ahí
entra Dios. Y donde Dios ha entrado en Su poder y se revela a Sí mismo como
Todo, allí el ser humano se convierte en nada. Y donde el ser humano se hace
nada ante Dios, no puede haber otra cosa que humildad hacia los demás. La
presencia de Dios no se convierte en un asunto de los tiempos o de las
estaciones, sino en la cubierta bajo la cual mora el alma, y su profunda
humillación ante Dios se convierte en el lugar santo de Su presencia de donde
proceden todas sus palabras y sus obras.
Que Dios nos enseñe que nuestros pensamientos, palabras y
sentimientos con respecto a nuestros semejantes son Su prueba de nuestra
humildad hacia Él, y que nuestra humildad ante Él es el único poder que puede
capacitarnos para ser siempre humildes con los demás. Nuestra humildad debe ser
la vida de Cristo, el Cordero de Dios, dentro de nosotros.
Que todos los maestros de santidad, ya sea en el púlpito
o en la plataforma, y todos los que buscan la santidad, ya sea en secreto o en
una convención, tengan presente dicha advertencia. No hay orgullo tan
peligroso, porque ninguno es tan sutil e insidioso, como el orgullo de la
santidad. No es que un hombre diga ni piense: “Soy más santo que tú”. No, de
hecho, el pensamiento sería considerado como aborrecimiento. Pero crece, de manera
inconsciente, un hábito oculto del alma, que siente complacencia en sus logros
y no puede evitar ver cuál lejos está por delante de los demás. Se puede
reconocer, no siempre en una autoafirmación especial o en un elogio propio, con
la ausencia de esa profunda autodegradación que no puede ser sino la marca del
alma que ha visto la gloria de Dios (Job 42:5; 6; Isaías 6:5). Se revela a sí
mismo, no solo en palabras o pensamientos, sino en un todo, una manera de
hablar de los demás, en la que quienes tienen el don del discernimiento de
espíritu pueden reconocer el poder del ego. Incluso el mundo con sus ojos
penetrantes lo nota y lo señala como una prueba de que la profesión de una vida
celestial no da ningún fruto especialmente celestial. Hermanos, tengamos
cuidado. A menos que hagamos, con cada avance en lo que pensamos que es
santidad, del incremento de humildad nuestro estudio, podemos pensar que nos
hemos estado deleitando en pensamientos hermosos y sentimientos, en actos
solemnes de consagración y fe, mientras la única marca segura de la presencia
de Dios, es decir, la desaparición del ego, era todo el tiempo deficiente. Ven
y huyamos hacia Jesús, y escondámonos en Él hasta que seamos cubiertos con Su
humildad. Solo esto es nuestra santidad.
Extracto de: Humildad, la Belleza de la Santidad
Tomado del Portal
http://www.tesoroscristianos.net/component/content/article/25-the-project/51-andre
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