miércoles, 11 de febrero de 2009

CUANDO PECAMOS


CUANDO PECAMOS

Es un tema poco halagador, es conocido por todos, pero no solo intelectualmente, desafortunadamente de una manera experiencial. Hablo de nuestra maldita tendencia al pecado, tendencia que aun como creyentes no nos abandona, mucho más a los que no son, a ellos los domina. Esta tendencia sombría nada tiene de mis­terioso, ni es difícil identificarla, no es bonita, y no nos gusta hablar de ella. Está entretejida con los delicados hilos del egoísmo, cruzados con los pecados del espíritu humano.

Amarrados por lo que somos, difícilmente vemos nuestro propio pecado sino hasta cuando la luz de Dios la evidencia. No solamente debemos reconocer que hemos pecado sino que a lo largo de nuestra existencia, no hemos hecho otra cosa más que pecar. El pecado no es como la ropa que llevamos, al menos ella puede moverse en otro sentido cuando un viento la sopla. Ni aun podemos asemejar el pecado con nuestra sombra, aunque se mueva como nosotros y nunca nos deje, al menos ella puede vivir aparte de nosotros.

El pecado es como nuestra piel, se levanta y se acuesta con nosotros, no importa si sopla el viento o no, cae con nosotros, se levanta con nosotros, está adherida no a lo que hacemos solamente, está adherida a lo que somos, en esto reside su sutileza y poder. Mira hacia donde miramos y camina con nuestros pies. Podría suponerse que la correcta enseñanza de la depravación humana y la justificación en Cristo, nos librarían de estos feos pecados, pero no es así. El pecado es tan presuntuoso que puede florecer al lado mismo del altar. Puede ver morir a la sangrante Víctima, sin inmutarse en lo más mínimo.

Cuando pecamos pasan muchas cosas, todas ellas anti naturales, porque el hombre no fue creado para pecar, para morir y aunque hoy no haga más que eso, cada pecado es contra su diseño original. Cuando pecamos lo olvidamos todo, nos postramos ante lo miserable con emoción, nos sumimos en la oscuridad tenebrosa que se puede palpar, besamos la mano huesuda de la muerte. Cuando pecamos abrazamos con cinismo las púas de lo desgraciado, lo vil y a sabiendas de su dolor, caemos seducidos por la infelicidad a la que nos hemos acostumbrado. Cuando pecamos nos acurrucamos a hurtadillas a probar los desperdicios putrefactos de la aberración de la existencia, manoteamos contra la luz de Dios y de nuestras conciencias para apagarla y ¡que no diéramos por amordazarla y matarla! Cuando pecamos corremos a Dios del alma y ponemos demoniacos baales inertes y destructores para lamer sus pies.

Cuando pecamos lo olvidamos todo, la vida, la existencia y nos confabulamos con lo soterrado, lo oculto, lo bajo. Lo justificamos todo porque aun lo amamos y no le damos la espalda porque el corazón piensa que no puede vivir sin él, al menos sin algo de él. Cuando pecamos sentimos lastima de nosotros pero a la vez, cuanto orgullo dejamos para nosotros porque solo una vez más y pensaremos primero en nosotros, volveremos a deslizarnos por el mismo camino satisfaciendo a esa parte que quedó jadeante, sedienta de más y más venenosa gratificación propia.

Pero no estoy hablando solamente pecados exagerados, me refiero también a los pecados del ser interior como la justificación propia, la propia conmiseración, la autosuficiencia, la admiración de sí mismo y el amor propio. Y otra cantidad de pecados semejantes, como los de omisión, los que podemos cometer sentados tranquilos en nuestra silla de estar. Ellos están tan profundamente metidos en nuestra naturaleza, y son tan semejantes a nuestro modo de ser que es muy difícil verlos. Las manifestaciones más groseras de estos pecados, egoísmo, exhibicionismo, auto alabanza, que exhiben aun grandes líderes cristianos, las toleramos y anhelamos, aunque parezca extraño decirlo. Muchas personas llegan hasta identificarlos con el evangelio. No es cinismo decir que dichas cualidades han llegado a ser requisito imprescindible para lograr popularidad y prestigio. La exaltación del individuo y la autogratificación, más que la búsqueda de la gloria de Cristo, es tan común que a nadie le llama ya la atención.

La antigua maldición no desaparece sin producir dolores. El viejo miserable que hay dentro de nosotros no se rinde, ni muere, acatando nuestras ór­denes. Ha de ser arrancado de nuestro corazón como se arranca una mala hierba fuertemente adherida a la tierra. Es necesario extraerlo con dolor y derramamiento de sangre. Aunque la analogía de ‘arrancar con dolor’ puede sonar poética, en la experiencia nada tiene de placentero. El pecado se ha entretejido con tejidos espirituales vivientes; está constituido de ese material sensible y vacilante que es nuestro ser. Cualquier cosa que lo toca nos hiere a nosotros con vivo dolor. Arrancar ese velo es hacernos daño, nos lastima y nos hace sangrar.

Lamento que nuestra conciencia de pecado sea tan débil, que nuestras confesiones de pecado no sean tan reales ni continuas ni tan sentidas. Oramos sin la conciencia de nuestros pecados, podemos vivir obviando esto y aun dormir tranquilos. Aun queriendo enmendarnos hemos caído en la tentación de tener lástima de nosotros mismos, uno de los pecados más reprensibles de la naturaleza humana. Podemos vivir para nosotros mismos con tal parsimonia aunque para hacerlo debamos romper todos y cada uno de los mandamientos y justificarlos con altivez. Seguimos arrodillados ante nosotros y el tiempo pasa y nos consolamos sacando ante el vil pecado, la cantidad de años que llevamos sentados marchitándonos en la Iglesia.

No debemos seguir olvidando que el discipulado cristiano nos debe llevar a la muerte, la muerte con dolor. Decir otra cosa es hacer que la cruz no sea cruz y la muerte no sea muerte. Tratar de acomodar el evangelio a sí mismo, solo agrava el pecado. La renuncia, el dolor, la incomodidad, están ligadas a la idea de morir al pecado, solo de esa manera viviremos para el Señor. A juzgar por la vida de ciertos individuos que se han confesado como creyentes me pregunto si es que su gran pecado los ha hecho creer buenos, sin necesidad de la vergonzosa cruz, pueden vivir su cristianismo sin morir, sin llevarse a diario al altar para morir de nuevo, sin renunciar. Solo pienso si con tal carga podrán pasar por el ojo de la aguja o si acaso el Espíritu Santo nunca estuvo en ellos.

Perdónanos y transfórmanos Señor, vuelve a ocupar el primer lugar.

Martinius Lucanius

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