jueves, 17 de noviembre de 2022

LA MATERNIDAD CRISTIANA


Por J. R. Miller (1886)

Tomado y Traducido por Iglesia Bautista Reformada de Suba©

 

«Después subió el varón Elcana con toda su familia, para ofrecer a Jehová el sacrificio acostumbrado y su voto. Pero Ana no subió, sino dijo a su marido: Yo no subiré hasta que el niño sea destetado, para que lo lleve y sea presentado delante de Jehová, y se quede allá para siempre. Y Elcana su marido le respondió: Haz lo que bien te parezca; quédate hasta que lo destetes; solamente que cumpla Jehová su palabra. Y se quedó la mujer, y crió a su hijo hasta que lo destetó» (1 Sam.1:21-23).

 

Tenemos ante nosotros la imagen de una madre de los tiempos antiguos. La historia de Ana está revestida de un interés poco común. Este es uno de esos relatos cuyo encanto es su sencillez sin adornos. Aunque vivió hace tanto tiempo, cuando el mundo era más joven, esta madre sigue siendo, en el espíritu radiante de su vida, en la claridad de su fe, en la devoción de su maternidad, un modelo para las madres cristianas de estos tiempos más recientes.

 

Hay cosas que envejecen y pasan de moda, pero la maternidad no. Es siempre la misma en sus deberes, sus responsabilidades, sus privilegios sagrados y sus posibilidades de influencia. Este viejo cuadro es nuevo y fresco, por lo tanto, útil en cada época, para cada madre de verdadero corazón que lo mira.

 

Por un lado, Ana, como madre, era entusiasta.

 

No era una de esas mujeres que piensan que los niños son un estorbo indeseable. No se consideraba a sí misma, en sus primeros años de casada, especialmente afortunada por estar libre de los cuidados y responsabilidades de la maternidad. Creía que los hijos eran una bendición del Señor, que la maternidad era el más alto honor posible para una mujer; y pidió a Dios, con reverencia y mucho empeño, el privilegio de estrechar a un niño en su seno y llamarlo suyo. En estos días, cuando los niños no siempre son considerados como bendiciones del Señor, ni siquiera siempre son bienvenidos, no debemos pasar por alto este trazo de esta antigua pintura.

 

Por otra parte, cuando llegó el hijo de Ana, ella consideró que era parte de su piadoso deber alimentarlo y cuidarlo.

 

Por lo tanto, en lugar de ir a Silo para asistir a todas las grandes fiestas religiosas, como había hecho antes, se quedó en casa durante algún tiempo, para dar atención personal al pequeño que Dios le había dado, y que era todavía demasiado joven para ser llevado con seguridad y comodidad en viajes tan largos. Sin duda, ella suponía que estaba adorando a Dios tan aceptablemente al hacer esto, como si hubiera ido a todas las grandes reuniones religiosas. ¿Y quién puede decir que no tenía razón?

 

Las primeras obligaciones de una madre son para con sus hijos; no puede tener deberes más santos y sagrados que los que se refieren a ellos.

 

Ninguna cantidad de servicio religioso público compensará el descuido de estos. Puede correr a las reuniones sociales y misioneras, y abundar en toda clase de actividades caritativas, y puede hacer mucho bien entre los pobres, llevando bendiciones a muchos otros hogares, y siendo una bendición para los hijos de otras personas, a través de la escuela dominical o la escuela misionera; pero si mientras tanto deja de cuidar a sus propios hijos, difícilmente puede ser elogiada como una madre cristiana fiel. Ha pasado por alto sus primeros y más sagrados deberes, mientras da su mano y su corazón a los que no son más que secundarios para ella.

 

El camino de Ana era evidentemente el verdadero. Más vale extrañar a una madre en la iglesia […] que en su propia casa [1]. Algunas cosas deben ser excluidas de toda vida seria, pero lo último que debe ser eliminado de la vida de una madre debe ser el cuidado fiel y amoroso de sus hijos. El predicador puede instar a que todos hagan algo en la obra general de la iglesia, y puede pedir maestros para la escuela dominical; pero la madre misma debe decidir si el Maestro quiere que ella se ocupe de alguna obra religiosa fuera de su propio hogar. Para la obra allí, ella es ciertamente responsable; para la que está fuera, ella no es responsable hasta que su responsabilidad hacia sus hijos esté bien hecha, y ella tenga tiempo y fuerza para nuevos deberes.

 

Otra cosa sobre Ana era que cuidaba a su propio bebé.

 

Ella misma se encargaba de la lactancia. No contrataba a ningún tipo de “niñera” y luego confiaba a su tierno hijo a su cuidado, para poder tener “libertad” para fiestas y visitas y óperas, y deberes sociales y religiosos. Era lo suficientemente anticuada como para preferir amamantar a su propio hijo. No parece haber sentido ninguna gran privación personal por el hecho de mantenerse bastante cerca de su casa durante uno o dos años por ese motivo. Incluso parece haber pensado que era un gran honor y un distinguido privilegio ser madre y hacer con sus propias manos los deberes de una madre. Y cuando pensamos en lo que este niño que ella amamantó llegó a ser en años posteriores, cuál fue el resultado de todos sus dolores, abnegaciones y esfuerzos, ciertamente parece que Ana tenía razón.

 

No es probable que alguna vez se arrepintiera de haberse perdido algunas fiestas y otros privilegios sociales —para poder amamantar y cuidar a Samuel en su tierna infancia— cuando vio a su hijo en la plenitud y el esplendor de su poder y utilidad. Si algo, aunque sea la mitad de bueno, resulta de la maternidad fiel, hay ciertamente pocas ocupaciones abiertas a las mujeres, incluso en estos días “avanzados” del siglo XIX, que produzcan resultados tan satisfactorios al final como la sabia y verdadera crianza de los hijos. Muchas mujeres suspiran por ser distinguidas en las profesiones, o como autoras, o artistas, o cantantes; pero, después de todo, ¿hay alguna distinción tan noble, tan honorable, tan digna y tan duradera como la que gana una verdadera madre cuando ha criado a un hijo que ocupa su lugar en las filas de los hombres piadosos?

 

¿Podría María, la madre de Jesús, en cualquier siglo, haber encontrado alguna misión más grande que la de amamantar y cuidar al santo Niño que fue puesto en sus brazos? O, si ese ejemplo es demasiado elevado, ¿podrían las madres de Moisés, de Samuel, de Agustín, de Washington, haber hecho más por el mundo, si se hubieran dedicado al arte, o a la poesía, o a la música, o a cualquier tipo de “profesión”?

 

Quizás Ana tenía razón; y, si es así, la maternidad antigua es mejor que la nueva, y la propia madre es la mejor enfermera de su hijo.

 

Una mujer contratada puede ser muy hábil; pero seguramente no puede ser la mejor para moldear el alma del niño, y despertar y sacar sus facultades y afectos latentes. La madre puede, al emplear tal sustituto, quedar libre para seguir el mundo de la moda, de la cena y el vestido, de la diversión y los compromisos sociales; pero mientras tanto, ¿qué se hace de esa pequeña vida tierna e inmortal en el hogar, esa guardería así dejada prácticamente sin madre, para ser alimentada y entrenada por un extraño asalariado? Y, además, ¿qué pasa con la sagrada misión de la maternidad, que justamente el nacimiento de cada niño impone a aquella que le dio la vida?

 

Un escritor reciente, refiriéndose a este tema, pregunta: “¿Hay alguna mala práctica del oficio, como ésta? Nuestras mujeres abarrotan las iglesias, para inspirarse en la religión para sus deberes diarios, y luego se muestran rebeldes con la primera de todas las lealtades, la más solemne de todas las responsabilidades. Oímos a las madres jóvenes de moda jactarse de que no están atadas a la maternidad, sino que son libres de deambular por la antigua vida alegre, como si no hubiera vergüenza para el alma femenina que hay en ella”.

 

Tal jactancia es una de las confesiones más tristes que una madre puede hacer. La gran necesidad de esta época es que las madres vivan con sus propios hijos y arrojen sobre sus tiernas vidas todo el poderoso poder de sus propias naturalezas ricas, cálidas y amorosas. Si podemos tener una generación de Anas, entonces tendremos una generación de Samueles creciendo bajo su sabia y devota crianza.

 

Hay otra característica en esta antigua madre que no debe ser pasada por alto. Ella cuidó a su hijo para el Señor.

 

Desde el primer momento lo consideró como un hijo venido de Dios, no de ella, y se consideró a sí misma como la nodriza de parte de Dios, cuyo deber era educar al niño para una vida y un servicio santos. Es fácil ver la dignidad y el esplendor que esto le dio a toda la agotadora sucesión de tareas y deberes maternos, que los días posteriores trajeron a su mano. Era un hijo venido de Dios el que cuidaba, y lo estaba educando para el servicio del Señor en dos mundos. Nada le parecía monótono; ningún deber para con su pequeño era duro o desagradable, con este pensamiento siempre brillando en su corazón. ¿Necesita alguna mujer una inspiración más elevada o más poderosa para el trabajo y el olvido de sí misma que ésta?

 

¿Y hay alguna madre que no tenga la misma inspiración, mientras realiza su ronda de tareas comunes del cuidado de sus hijos? ¿Era Samuel un hijo venido de Dios, en un sentido más elevado, cuando Ana lo amamantaba, que los pequeños que yacen en los brazos de miles de madres hoy en día? En los oídos de toda madre, cuando un bebé es depositado en su seno, se oye el santo susurro del Señor, si ella tuviera oídos para escuchar la voz divina: “¡Toma a este niño y críalo para mí!”.

 

Dios quiere que las madres cristianas eduquen a sus hijos para una vida pura y noble, y para labores santas. Toda madre está, por la propia suerte de la maternidad cuando le toca, consagrada al sagrado servicio de amamantar, moldear y formar una vida infantil para Dios. Ana comprendió esto, y encontró su tarea llena de gloria. Pero, ¿cuántas, incluso entre las madres cristianas, no lo comprenden y, sin estar sostenidas por la conciencia de la dignidad y la bendición de su elevado llamado, consideran sus deberes y abnegaciones como tareas dolorosas, un cumulo de trabajo pesado y agotador?

 

Valdría la pena que cada madre se sentara tranquilamente junto a Ana y tratara de aprender su secreto. Cambiará la habitación de bebé más humilde en un santuario sagrado; y transformará los deberes más comunes y humildes de la maternidad en servicios tan espléndidos como los que realizan los ángeles radiantes ante el rostro del Padre.

 

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Nota del Editor

[1] El autor no está contraponiendo los deberes religiosos de la mujer como hija de Dios, congregándose, orando con la iglesia y observando el día del Señor. Ciertamente está considerando, aquella costumbre, antigua y nueva, de poner en conflicto la obra de Dios fuera de la casa y el servicio a Dios en casa. Aun cuando Dios no puso como rivales a la iglesia y a la familia, muchas veces familias son descuidadas por un celo mal dirigido y una mala enseñanza acerca del servicio cristiano, que desemboca en activismo.

 

Muchas madres hoy día en detrimento de sus propios hogares, maridos e hijos, dan su tiempo a las causas de una organización, conferencias, misiones, y piensan que es mejor servir a otros que a aquellos a los que están unidos a ella de forma natural y por mandamiento. Así, piensan ellas, el reino de Dios avanza mejor. Madres así han lamentado haber perdido la oportunidad de ser misioneras en sus propias casas y de haber usado su tiempo mostrándole el camino cristiano a otros, menos a los suyos, cuando no, lamentado el activismo inútil que ni avanzó el reino ni bendijo a sus hogares. Hijos rebeldes y maridos apáticos hoy son el recordatorio triste de la inversión de su rol.

 

Lamentablemente, hoy día, la mujer modelo que enseña feminidad Bíblica en grandes convocatorias, iglesias, organizaciones, conferencias, radio y más, ha tenido que abandonar su rol de esposas y madres para poderlo hacer. Así, le enseña a otras aquello que ella ni siquiera práctica. En esto, la historia del pueblo de Dios, la Biblia y la historia de la iglesia, dan testimonio que la mujer que es de verdadera bendición, lo es en el ámbito donde Él la puso.

2 comentarios:

  1. Arlen Pérez Chamorro17 de noviembre de 2022, 9:59

    Gracias por cada publicación que edifica nuestras almas. Saludos 🤗

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  2. Gracias por el trabajo realizado, que fue posible la lectura y edificación en un tema que ya conocemos muchos en nuestra iglesia, pero siendo tan débiles en mantener nuestras costumbres, es necesario recordar.

    Walter Moncada.

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